Cuando el humo blanco surja de la chimenea de la Capilla Sixtina, el mundo sabrá que hay nuevo Papa. Pero detrás de ese acto solemne y ritual, hay una arquitectura de poder que, aunque vestida de espiritualidad, no es ajena a los viejos desequilibrios de representación global. Porque aunque el catolicismo ya no es un fenómeno eminentemente europeo, Europa sigue dominando, y con holgura, la elección del sucesor de Pedro.
De los 133 cardenales que votan en el cónclave de 2025, 52 —es decir, el 40%— provienen de Europa. Un número que resulta llamativo no solo por su peso absoluto, sino porque ya no se corresponde con la demografía católica actual. Hoy, el 80% de los católicos del mundo vive fuera de Europa, principalmente en América Latina, África y Asia. Sin embargo, esas regiones siguen sin contar con un peso decisivo en la elección del Papa, el líder de una Iglesia que cada vez más habla con acento latinoamericano, africano y asiático.
Es cierto que el papa Francisco intentó, durante su pontificado, corregir parte de ese desbalance. No en vano, fue el primer pontífice no europeo en más de mil años y promovió un colegio cardenalicio más representativo del llamado Sur Global. Casi el 90% de los cardenales africanos, asiáticos y sudamericanos que hoy participan en la elección fueron nombrados por él. Pero esa diversificación, aunque significativa, no alcanzó a revertir del todo el predominio europeo: 77% de los cardenales europeos actuales también fueron designados por Francisco.
El resultado es un cónclave que, si bien es más diverso que en otras épocas, sigue arrastrando una estructura institucional atada a un pasado que no representa al presente. Para decirlo de forma clara: África, donde la población católica crece más rápido, cuenta con tres veces menos cardenales votantes que Europa. América Latina, que alberga aproximadamente el 40% de los católicos del mundo, es superada ampliamente por la vieja guardia europea. Y Asia, pese a tener una comunidad católica pujante en crecimiento, continúa siendo subrepresentada.
Este desequilibrio se explica, en parte, por el peso histórico del catolicismo europeo y por una infraestructura eclesiástica que sigue estando concentrada en el Viejo Continente. Europa posee más sacerdotes, más seminarios y más recursos logísticos para formar cuadros eclesiásticos que puedan escalar posiciones. También mantiene un poder simbólico dentro del Vaticano difícil de erosionar: 17 de los cardenales votantes en este cónclave son italianos, y el aparato vaticano sigue funcionando bajo lógicas profundamente italianizadas.
Pero este peso institucional no refleja la vitalidad del catolicismo contemporáneo. En Europa, la cantidad de católicos está en declive. El propio informe estadístico de la Iglesia lo reconoció en 2022: “Solo en Europa hubo una disminución” en el número de fieles. Bélgica, Francia y Alemania reportan cifras alarmantes de apostasías, con miles de personas solicitando formalmente ser eliminadas del registro bautismal. La fe en el continente es, cada vez más, una herencia cultural antes que una convicción viva.
En contraste, África vive un auge religioso. Países como Nigeria, Uganda o la República Democrática del Congo tienen comunidades católicas en expansión, con jóvenes comprometidos, vocaciones al alza y una religiosidad que es tanto litúrgica como comunitaria. Lo mismo puede decirse, con matices, de América Latina, donde si bien el auge evangélico representa un desafío, la identidad católica aún es central para millones.
El desequilibrio del cónclave no es solo una cuestión numérica, sino también política. La elección del Papa no ocurre en un vacío: es un evento profundamente politizado, donde los equilibrios geográficos, las tensiones ideológicas (entre tradicionalistas y reformistas) y las agendas nacionales se entrecruzan. Líderes estatales y eclesiásticos presionan, promueven y maniobran para influir. En ese contexto, la sobre-representación europea actúa como un filtro conservador, que resiste los cambios y asegura que el timón siga girando en manos conocidas.
Es legítimo preguntarse, entonces, si esta Iglesia global puede seguir siendo gobernada con lógicas eurocéntricas. ¿Puede un Papa elegido por un colegio de cardenales tan poco representativo liderar un rebaño cuyas realidades son cada vez más diversas y desafiantes? ¿No es hora de que la Iglesia reforme también sus mecanismos de elección y representación?
Francisco dio el primer paso, pero no llegó al fondo. El próximo pontífice tendrá entre sus principales desafíos no solo guiar a una Iglesia fragmentada, sino repensar la arquitectura institucional que la sostiene. Porque si la fe se expande hacia el sur, pero el poder sigue anclado en el norte, el riesgo es una Iglesia cada vez más desconectada de sus fieles. Y eso, en el largo plazo, es más que una contradicción: es una amenaza existencial.
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