Con escasísimas excepciones, los políticos occidentales y quienes les suministran ideas aún suelen afirmarse convencidos de que, a pesar de ciertas particularidades culturales que merecen el máximo respeto, todos los hombres y mujeres del mundo quieren las mismas cosas: vivir en paz, libertad para elegir a sus propias autoridades y disfrutar de las ventajas materiales que ya son rutinarias en los países que se consideran desarrollados.
Es por tal razón que muchos siguen negándose a tomar en serio fenómenos como el islamismo militante que se basa en valores que les son radicalmente ajenos. Orgullosos de su amplitud de miras y convencidos de que, en el fondo, las diferencias entre las diversas modalidades sociales son meramente superficiales y podrían ser reducidas aún más mediante diálogos, se resisten a creer que haya millones de personas que están dispuestos a morir por causas que a juicio de la mayoría de los occidentales difícilmente podría ser más irracionales, de ahí los intentos de apaciguar a los guerreros santos ofreciéndoles ayuda económica y concesiones como un Estado palestino o, en algunos lugares de Europa, encarcelando a “islamófobos” que queman en público ediciones del Corán.
Antes de la masacre perpetrada el 7 de octubre de 2023 por los yihadistas de Hamas y civiles gazatíes, entre ellos algunos empleados de la ONU, muchos israelíes compartían la convicción de que sería un error imperdonable suponer que la escalofriante retórica islamista reflejaba fielmente lo que pensaban quienes se aseveraban resueltos a borrar a su país, el “ente sionista”, de la faz de la Tierra. Desde entonces, en Israel la mayoría abrumadora coincide en que los “halcones” estaban en lo cierto cuando advertían que sus enemigos no estaban exagerando. Incluso muchos que se oponen al gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu, apoyan la guerra que su país está librando contra Irán con el propósito de impedirle dotarse de bombas nucleares y, con suerte, de provocar la caída de la dictadura feroz de los clérigos que, debido a su brutalidad asesina y al desastre económico que ha provocado, sólo cuenta con el respaldo de un minoría reducida.
El manifiesto de Adolf Hitler, “Mi lucha”, sigue vendiéndose muy bien en todos los países musulmanes, pero el odio por los judíos no fue introducido por los europeos. Tiene raíces profundas. Además de aborrecerlos por motivos religiosos, ya que en el Corán y otros textos que para los musulmanes son sagrados abundan alusiones a su supuesta infamia al rehusar tomar a Mahoma por un profeta legítimo, los islamistas actuales ven a Israel como el país más vulnerable del Occidente.
En al Oriente Medio, muchos dicen que, después de terminar con la “gente del sábado”, es decir, con los judíos, vendrá el turno de la “gente del domingo”, los cristianos. En efecto, en las últimas décadas, los yihadistas y sus simpatizantes han llevado a cabo un proceso de “limpieza étnica”, expulsando a nutridas comunidades cristianas de los lugares en que sus ancestros habían vivido durante casi dos mil años. Para los teócratas iraníes encabezados por el ayatolá Alí Khamenei, Israel es “el pequeño Satán” y Estados Unidos, luego del deceso del Imperio Británico, es “el gran Satán”.
Si bien los líderes occidentales son reacios a reconocer que, para un sector muy importante del mundo musulmán, la civilización que representan es tan maligna que le corresponde poner fin a su supremacía por los medios que fueran, dirigentes israelíes están recordándoles que sus propios países también corren peligro. Como dijo hace poco el ex primer ministro, y opositor a Netanyahu, Naftalí Bennet, “estamos haciendo el trabajo sucio para el mundo”, ya que “si no actuamos ahora, en 2030 París, Londres y Washington podrían ser blancos de un ataque militar”.
¿Está en lo cierto Bennet? No hay motivos para dudarlo. Aun cuando Estados Unidos, Francia y el Reino Unido reaccionaran destruyendo a los eventuales agresores, desde el punto de vista de quienes creen contar con la aprobación de un dios todopoderoso que les pide librar una guerra sin cuartel contra los infieles, el martirazgo suicida es un privilegio que les garantizaría una eternidad en el paraíso. Es lo que creían los culpables de derribar las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, matándose y matando a aproximadamente 3000 personas e hiriendo a otras 6000. Para los guerreros santos y quienes comparten sus convicciones, su propia vida en la Tierra es lo de menos. Muchos integrantes del régimen iraní piensan de tal modo.
La convicción de que los ayatolás habían emprendido un costoso programa nuclear sólo porque querían adquirir lo que necesitarían para aniquilar de una vez y por todas al “ente sionista”, aseguraba que, tarde o temprano, los israelíes se verían forzados a optar entre confiar en que “la comunidad internacional” lograra frustrarlos por medios “diplomáticos” y hacerlo ellos mismos. Al acercarse el día en que Irán dispondría de una cantidad suficiente de uranio enriquecido para construir algunas armas atómicas y fracasar el intento de último momento de Donald Trump de forzar a los clérigos a poner fin a sus actividades, se encontraron sin más alternativa que la de atacar.
Si bien en los primeros días de la guerra que se ha desatado las fuerzas armadas israelíes se han anotado un éxito militar tras otro, llegando a dominar por completo el espacio aéreo y parecería que por lo menos han conseguido dañar las instalaciones nucleares iraníes, no las han eliminado por completo. Los expertos en asuntos militares dicen que, para hacerlo, tendrían que recibir de Estados Unidos bombas más poderosas que las que están en condiciones de producir.
Si Israel logra lo que se ha propuesto y, lo que sería aún más importante, si la humillación sufrida por un régimen que, para sobrevivir, depende de su capacidad para atemorizar a la población civil, resulta en el colapso de la teocracia iraní, habría cambiado drásticamente la situación geopolítica del Oriente Medio, erigiéndose en la potencia hegemónica, un desenlace que, por cierto, no sería del agrado del mandamás turco, el islamista Recep Erdogan.
Sea como fuere, el que un país chico, rodeado de despiadados enemigos mortales, ya haya conseguido tanto no podría sino tener un impacto muy fuerte en el mundo musulmán. ¿Sería positivo o negativo, serviría para convencer a la mayoría de que no valdría la pena sentirse atraído por la agresividad que se predica desde miles de mezquitas o, por el contrario, estimularía a los tentados por la violencia a sacrificarse en defensa de la fe?
A pesar de la voluntad de muchos políticos y otros de minimizar los riesgos planteados por el islamismo militante, las organizaciones responsables de la seguridad ciudadana en América del Norte y Europa se han acostumbrado a mantener bajo vigilancia a los presuntos extremistas. Con todo, a menudo no han podido identificar a tiempo a los “lobos solitarios” antes de que cometan actos terroristas sanguinarios. Temen que haya muchísimos que están esperando recibir órdenes para ensayar una ofensiva coordinada -algunos dirían, una contraofensiva- con la complicidad de integrantes de las grandes concentraciones de musulmanes que se han establecido en Francia, el Reino Unido, Suecia, Alemania y los Países Bajos, además de algunas ciudades de Estados Unidos y Canadá.
El optimismo de los convencidos de que las guerras de religión pertenecen al pasado y que, con buena voluntad, debería ser fácil impedir que tenga consecuencias truculentas el “choque de civilizaciones” previsto en 1996 por el académico norteamericano Samuel P. Huntington, ha contribuido a fortalecer al islamismo militante. También ha hecho un gran aporte la autocritica furibunda de los occidentales que, desde la izquierda, han denunciado los crímenes de lesa humanidad perpetrados a través de los siglos de las pueblos europeos y sus parientes transatlánticos y, desde la derecha, han lamentado la decadencia de sociedades que han abandonado sus tradiciones religiosas y culturales. Gracias a ambos grupos, los persuadidos de que su propio culto, el islam, es el único que posee todo lo preciso para que el hombre viva en armonía con el universo, cuentan con una abundancia de armas intelectuales que usan para adoctrinar a quienes ya son creyentes sin por eso querer participar de conflictos y seducir a conversos en potencia.
Para que las perspectivas sean aún más ominosas, la guerra entre la República Islámica de Irán e Israel, que según muchos musulmanes y sus aliados progresistas, es un enclave occidental que hay que extirpar cuanto antes, ha coincidido con una reacción vigorosa por parte de los norteamericanos y europeos contra “la invasión” musulmana de sus países y la creación de enclaves virtualmente autónomos en que rigen las rigurosas leyes islámicas. En Estados Unidos, la presencia de yihadistas entre los inmigrantes indocumentados preocupa a las autoridades, razón por la que Trump acaba de adoptar medidas destinadas a impedir el ingreso de personas procedentes de docenas de países de mayoría musulmana, mientras que en Europa están expulsando a contingentes crecientes de islamistas por decisión de gobiernos, como los de Francia y Suecia, que reivindicaban el multiculturalismo antes de darse cuenta de que habían preparado un caldo de cultivo para que estallaran conflictos civiles.
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