No ves porque no estás esperando ver.
Había una vez un hombre que había perdido su negocio. Estaba sentado en la calle, en las primeras horas de la mañana, con la mirada perdida y lágrimas incontenibles. Todo se derrumbaba a su alrededor: el negocio familiar que su abuelo había comenzado, una empresa que había resistido generaciones, estaba al borde de la bancarrota. Malas decisiones, pérdidas constantes y deudas crecientes lo habían llevado a ese abismo.
Sus hijos estaban decepcionados, su esposa enfurecida. Todo parecía perdido. La sensación de fracaso lo envolvía como una niebla espesa e inquebrantable. Mientras sollozaba, un hombre se le acercó y se sentó a su lado.
-¿Qué te pasa? – preguntó el desconocido.
-¿Qué te importa? – respondió con amargura.
– Vamos, cuéntame – insistió el hombre, con voz calmada.
Y así lo hizo. Le contó sobre la empresa que había iniciado su abuelo, cómo habían llegado a ese punto crítico, las deudas que los asfixiaban, la desesperanza que lo consumía.
El hombre lo escuchó atentamente y luego sonrió.
– Yo paso por aquí a menudo. Tengo un negocio a unas cuadras y me dedico al value investing – dijo mientras sacaba un cheque de su bolsillo -. Tal vez me hayas oído nombrar. Me llamo Warren Buffett (Sí, ese mismo. ¿Te suena? Un pequeño gigante de los negocios, jaja).
El empresario no podía creerlo.
– ¿Warren Buffett? – repitió con incredulidad.
«He escuchado tu historia. Creo que tu empresa tiene un gran potencial. No está quebrada; es solo un problema de liquidez. Y puedo ayudarte», sin decir más Warren comenzó a escribir un cheque por un millón de dólares.
– Aquí tienes – dijo, extendiéndoselo-. Invierte esto en tu empresa. Confío en ti. De aquí a un año, te veré en este mismo lugar y me devolverás el millón, más un 20% de retorno. Es un buen negocio, ¿no crees?
El hombre, sin poder procesar lo que estaba ocurriendo, tomó el cheque con manos temblorosas.
– ¿Pero cómo? – balbuceó-. Ni siquiera conoces mi empresa.
– No importa. Sé reconocer un potencial oculto cuando lo veo. Nos vemos en un año.
Y se fue, dejándolo allí con el cheque en la mano.
Con el corazón acelerado, el empresario corrió hacia el banco. Pero al llegar, la fila era interminable. Mientras esperaba, una duda lo asaltó: Si deposito este cheque ahora, nadie me creerá la historia. Mejor me guardo el cheque un rato y se lo muestro a algunos amigos.
Regresó a su oficina, se sentó y miró el cheque una y otra vez. Un millón de dólares. Warren Buffett había confiado en él.
Llamó a un cliente: «Sé que no estamos en nuestro mejor momento, pero alguien ha invertido fuertemente en nosotros. Vamos a salir adelante», contó. Y luego llamó a un proveedor: «Confía en mí, estamos recibiendo una inversión importante. Envíame el pedido y te pagaré más adelante», expresó.
Durante horas, negoció con seguridad, con convicción, con una fuerza renovada. Ese día fue el mejor día de negocios en mucho tiempo. Después de unos días, cuando los negocios empezaron a mejorar, decidió guardar el cheque en caso de necesidad, lo enmarcó y lo pegó en la pared.
Y así pasaron los días, las semanas, los meses. El cheque seguía guardado, enmarcado en su oficina como un amuleto. No lo necesitaba. La empresa comenzó a resurgir. Los clientes regresaban, los proveedores confiaban y las ventas aumentaban.
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Seis meses después, el empresario había transformado completamente su negocio. Todo gracias al cheque que nunca había depositado.
Pasó un año. Era el día acordado. Lleno de emoción, el hombre fue al mismo lugar donde había conocido a Buffett. Allí estaba él, sentado, tranquilo.
– ¡Señor Buffett! -exclamó el empresario, casi sin aliento-. ¡Mire! ¡Aquí está su cheque! ¡No lo necesité!
Antes de que pudiera continuar, dos guardias de seguridad se acercaron, con expresión seria.
– ¿Este hombre lo está molestando? – preguntó uno de ellos, mirando al empresario.
– ¿Molestarme? – respondió el empresario con una mezcla de incredulidad y orgullo-. ¡Pero si es Warren Buffett!
Los guardias se miraron entre sí y comenzaron a reír con una carcajada que resonó más fuerte de lo que el empresario hubiera imaginado.
– ¿Warren Buffett? – repitió uno de ellos con una sonrisa incrédula-. Señor, este es Bill. Vive en la residencia de ancianos que está a tres cuadras de aquí.
La sangre del empresario se heló. Sentía cómo el mundo se derrumbaba bajo sus pies.
– ¿Bill…? – murmuró, incapaz de asimilar lo que estaba ocurriendo.
Uno de los guardias negó con la cabeza, con gesto compasivo.
– Bill, ¿otra vez te hiciste pasar por Warren Buffett? ¿Le diste el cheque del millón de dólares? ¿Otra vez? – dijo el guardia, con una mezcla de lástima y reproche.
Bill, que hasta ese momento había estado en silencio, bajó la cabeza, avergonzado. Sus hombros parecían hundirse bajo el peso de la mentira.
– Lo siento… – dijo con voz trémula, sin atreverse a levantar la mirada- . Era solo un chiste. Me gusta imaginar que soy Warren Buffett. Y sin decir más, dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la residencia, escoltado por los guardias.
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El empresario quedó allí, inmóvil, con el cheque en la mano. Lo miraba fijamente, como si aquel pedazo de papel pudiera darle respuestas. No había cambiado nada, y sin embargo, todo había cambiado.
Pero en ese momento, un pensamiento lo golpeó con la fuerza de un rayo: nada había cambiado realmente. No había recibido un millón de dólares. Todo lo que había hecho durante ese año lo había hecho él mismo. El cheque era solo papel. El verdadero cambio había estado siempre en su interior.
No ves porque no estás esperando ver
Esta historia nos enseña una lección poderosa. A veces creemos que lo que nos falta es dinero, contactos o suerte. Pero lo que realmente nos falta es la confianza en nosotros mismos.
¿Qué cambió en este hombre desde que conoció a “Warren Buffett”? ¿Acaso no deseaba el éxito de su empresa antes? Claro que sí. Entonces, ¿Qué fue lo que realmente cambió? Cambió su percepción.
Jean Piaget lo expresó magistralmente: “La realidad que vemos no es una imagen directa del mundo externo, sino una representación construida internamente a través de la interacción con el entorno. Lo que percibimos está influenciado por nuestros esquemas mentales, nuestra historia personal y nuestro desarrollo cognitivo. No somos receptores pasivos de información; somos constructores activos de nuestra realidad.”
Cada uno de nosotros tiene un filtro, un esquema mental que edita lo que vemos. Es como tener lentes a través de los cuales interpretamos el mundo. Por eso, cuando compras un auto nuevo, de repente lo ves por todas partes. Tu cerebro ha ajustado sus lentes internos para enfocarse en lo que ahora es relevante para ti.
De la misma forma, si buscas excusas, las encontrarás. Pero si buscas oportunidades, también aparecerán. Esto es lo que los psicólogos llaman el Pigmeat Effect, un fenómeno que ocurre cuando nuestras creencias y expectativas afectan nuestra percepción de la realidad. Si creemos que no podemos, nuestra mente ajustará todo para confirmar esa creencia. Pero si creemos que podemos, veremos caminos donde antes solo veíamos obstáculos.
Esta semana, te invito a ajustar tus lentes. Mira la grandeza en quienes te rodean y ayúdales a verla en ellos mismos. Porque muchas veces, lo que vemos en los demás es lo que ellos terminarán siendo. Y también, mírate a ti con los ojos con los que tus padres, en silencio, siempre te miraron.
Ahí encontrarás la fuerza para enfrentarte a los gigantes. Porque al final, los gigantes son pequeños al lado de quien cree en sí mismo.
(*) Rafael Jashes – Rabino
Perfil Córdoba