Mientras vivió, pocos tomaban al Papa Francisco por una autoridad moral cuyas opiniones acerca de asuntos terrenales merecían más respeto que las de los mortales comunes, pero no bien murió, el mundo político, acompañado por muchos medios que lo habían fulminado porque, en su opinión, no hacía lo suficiente como para castigar a los curas, obispos y hasta arzobispos católicos acusados de pedofilia, eligió tratarlo como una figura heroica que dejaría un legado imperecedero.
¿A qué se debió este consenso novedoso que, según parece, comparten no sólo católicos piadosos del tipo que siempre han reverenciado al santo padre de turno sino también personajes de convicciones religiosas llamativamente heterodoxas, como Javier Milei y Donald Trump, además de una multitud de agnósticos y ateos? Presuntamente, a que llegaron a la conclusión de que les convendría dar a entender que ellas también veneran los ideales que tantos atribuían al pontífice recién fallecido aun cuando sepan que no sería del todo fácil llevarlos a la práctica en este valle de lágrimas.
Es que Bergoglio se las ingenió para hacerse vocero de muchas causas que están de moda en los círculos progresistas más influyentes, aunque, para ahorrarse conflictos con tradicionalistas, asumió una postura ambigua ante las vinculadas con variantes sexuales. Con todo, el que, con escasas excepciones, sus opiniones coincidieran con las de la progresía internacional lo expuso a acusaciones de “buenismo”, de comprometerse con causas consideradas buenas pero irrealizables con el propósito de llamar la atención a la propia superioridad ética y compararla con el egoísmo despreciable de quienes se las oponían. Se trata de algo que, por razones que podrían calificarse de profesionales, propenden a hacer casi todos los políticos, muchos intelectuales y clérigos.
Como sucedió con Cristina Kirchner más de una década antes, Milei se reconcilió con “el maligno” por motivos claramente políticos; ambos sabían que no sería de su interés seguir polemizando con un compatriota, dueño del poderoso megáfono papal, que sería capaz de perjudicarlos. Algo similar habrá ocurrido con Trump, un gran pagano que, a pesar de su conducta a menudo escandaloso, cuenta con el apoyo fervoroso de muchos católicos, otros cristianos e incluso musulmanes que se sienten amenazados por la militancia woke que, entre otras cosas, se propone hacer trizas de costumbres sexuales que se remontan a la edad neolítica.
Los funerales del Papa brindaban a todos los políticos del planeta una oportunidad para participar de una reunión multitudinaria; al enterarse de que estarían en Roma los más conocidos, otros se apuraron a acompañarlos para no quedar fuera de las fotos. Entre los asistentes estaba el ucraniano Volodimir Zelensky, el único mandatario cuya llegada fue recibida con aplausos por quienes colmaban la Plaza de San Pedro, lo que habrá enojado a Trump que, como los demás presidentes, primeros ministros y monarcas, se vio tratado como un turista más, pero que consiguió resarcirse al celebrar en la Basílica de San Pedro una reunión con el hombre que, un par de meses antes, había insultado de manera grosera en la Casa Blanca. Según Zelensky, fue “una reunión muy simbólica que podría volverse histórica si alcanzamos resultados comunes”. Puede que, post mortem, el papa haya ayudado a reconciliarse dos personas con las que no tenía mucho en común.
¿En qué consiste “el legado” que tantos atribuyen a Jorge Bergoglio? Muchos hablan de “la opción por los pobres”, pero sucede que, aunque sólo sea por motivos electorales, casi todos los políticos del mundo se afirman resueltos a ayudar a quienes menos tienen, si bien, lo mismo que el Papa argentino, los más elocuentes en tal sentido suelen desdeñar los únicos sistemas socioeconómicos que han logrado mejorar su situación y manifestar su respaldo por otros que, como los ensayados aquí, han servido para agravarla.
También se ha exaltado el apego de Bergoglio a la austeridad personal, a que sólo haya tenido centavos en su cuenta bancaria y que no haya cobrado su sueldo oficial como jefe del Estado vaticano. Es más: se informa que fue un hombre tan sencillo y honesto que miembros de su familia no podían viajar a Roma hasta que un empresario bondadoso les diera la plata que necesitaban. Huelga decir que no heredarán nada salvo memorias de su pariente célebre.
Antes de morir, el Papa polemizó con el vicepresidente J. D. Vance acerca de la caridad. Según el norteamericano, la Iglesia enseña que la caridad ha de comenzar en casa para entonces ir expandiéndose hasta llegar a vecinos, compatriotas y, finalmente, a los demás integrantes de la familia humana. Bien que mal, virtualmente todas las personas dan por descontado que es normal actuar así, pero al enterarse de lo dicho por Vance, Bergoglio respondió que no se trata de “círculos concéntricos” porque la solidaridad ha de ser mucho más abarcativa. Aunque muchos daban por descontado que Bergoglio había puesto en ridículo al vicepresidente insolente, algunos católicos que se especializan en temas doctrinales no se sintieron convencidos. Los familiarizados con la evolución del pensamiento papal nos recuerdan que, años antes, el Papa se había pronunciado explícitamente a favor de un concepto idéntico al reivindicado por Vance, uno que, para más señas, contaba con la aprobación de Santo Tomás de Aquino.
Ahora bien, por recóndito que pueda parecer un intercambio de opiniones entre católicos en torno a conceptos como “ordo amoris” u “ordo caritatis”, el protagonizado por Bergoglio y Vance tiene implicaciones geopolíticas que son muy importantes. Por un lado, el de quien fue papa, están los convencidos de que hay que subordinar absolutamente todo a los presuntos intereses de la humanidad en su conjunto sin discriminar entre las distintas razas, clases, sectas religiosas y naciones; por el otro, el del escritor convertido en político norteamericano, se encuentran aquellos que creen que es perfectamente natural dar prioridad al grupo al que uno pertenece.
Luego de un período prolongado que se vio dominado intelectualmente por los persuadidos de que los estados nacionales deberían ceder lugar a instituciones internacionales encabezadas por la ONU, una alianza que, además de progresistas, incluía a multimillonarios como los que todos los años se reunían en la pintoresca localidad suiza de Davos, el mundo está entrando en uno muy distinto. Para disgusto de muchos que suponían que, para impedir que se repita un pasado lleno de conflictos atroces que culminaban con la Segunda Guerra Mundial, sería preciso borrar las fronteras nacionales, el globalismo está batiéndose en retirada. Lo están atacando nacionalistas “de la ultraderecha” alarmados por el impacto muy negativo que ya les han tenido la inmigración irrestricto y los esfuerzos de los gobiernos europeos por eliminar de golpe el uso de combustibles fósiles, lo que ha hecho subir el costo de vida y ha privado de empleos a un sinnúmero de trabajadores industriales, además de otras iniciativas que parecen positivas desde una perspectiva universalistas pero que están teniendo consecuencias negativas para millones de hombres y mujeres.
El conflicto entre quienes anteponen el bien de todos los miembros de nuestra especie a aquel del grupo propio dista de ser nuevo. A mediados del siglo XIX, en su novela “La casa desolada” Charles Dickens satirizó a los que, como la señora Jellyby, se obsesionaban por el bienestar de los niños de lugares remotos en África pero permitían que cayeran en la ruina quienes dependían directamente de ellos. A juicio de cada vez más norteamericanos y europeos, es lo que han estado haciendo globalistas como Bergoglio.
Aunque muchos esperan que los tributos al Papa contribuyan a fortalecer la ideología globalista, lo más probable es que la debiliten al hacer pensar que sea una aspiración acaso noble pero nada realista de la clase que suele atraer a quienes no se ven forzados a preocuparse por detalles molestos. Al fin y al cabo, por austeros que sean los príncipes de la Iglesia, no tendrán porqué sufrir privaciones materiales.
Lejos de querer defender la civilización occidental contra los resueltos a verla reemplazada por otra, Bergoglio se solidarizó con quienes creían eran víctimas inocentes del imperialismo europeo y el capitalismo liberal norteamericano. Para el Papa, los problemas ocasionados por la voluntad de decenas de millones de personas de migrar desde países violentos, y por lo común paupérrimos, a Europa y América del Norte se debían casi por completo a la mezquindad cruel de las poblaciones nativas de las naciones ricas. Parecía indiferente al destino que le aguardaría al catolicismo y otras confesiones cristianas si los países de cultura occidentales se llenaran de personas de costumbres y creencias radicalmente distintas, algo que a buen seguro ocurrirá a menos que sus gobiernos logren frenar muy pronto corrientes migratorias que siguen cobrando fuerza.
A Bergoglio le gustaba afirmar que un puente es mejor que un muro, como si la ubicación de tales construcciones careciera de importancia. Sin embargo, en Estados Unidos la mayoría quiere que haya más muros porque apoya la dura política inmigratoria de Trump. Es probable que lo mismo ocurra en Europa donde está intensificándose la presión popular para que los gobiernos cierren a cal y canto muchos puentes que siguen abiertos.
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