Por estos días, cuesta seguir el ritmo de las confrontaciones públicas de Javier Milei. Ministros, gobernadores, exaliados, artistas, periodistas: todos pueden convertirse en blanco de sus tuits furiosos, aderezados con mayúsculas, insultos y emojis. Pero si hay un adversario persistente, casi estructural, en la narrativa presidencial, es el periodismo. A él le dedica apodos, burlas, acusaciones de corrupción y operaciones. Lo hace con nombre y apellido o a través de etiquetas como “ensobrados”, “sicarios mediáticos” o “mercenarios del statu quo”. El discurso no es nuevo, pero sí sistemático. Y en esa insistencia, se revela una estrategia más que una reacción impulsiva.

La investigadora en comunicación Adriana Amado, una de las voces más lúcidas para pensar el vínculo entre medios y poder en la Argentina, fue clara: “El periodismo es el blanco preferido del poder”. En el caso de Milei, esa preferencia se convierte en obsesión. Lo paradójico es que ataca a los medios, pero no para deslegitimarlos por completo: necesita que existan para confrontar con ellos. “No se odia lo suficiente al periodismo”, ironizó Amado, para explicar que si bien el discurso libertario dice despreciarlo, lo sigue alimentando como un actor relevante al que vale la pena golpear.

La pregunta es: ¿por qué? Porque el periodismo, incluso debilitado, sigue siendo una instancia de control simbólico. Y Milei, como otros líderes de estilo personalista, necesita presentarse como el único actor legítimo. Los periodistas que lo cuestionan no son solo opositores, sino obstáculos para la cruzada redentora que él dice encarnar.

Pero el problema no es sólo de Milei. Como advierte Amado, “venimos corriendo hace mucho tiempo ese límite entre el poder y el periodismo”. La Argentina no llega al actual escenario de hostilidad sin antecedentes. El kirchnerismo diseñó una lógica binaria en la que los medios también eran parte de la «corporación» a destruir, mientras que el macrismo intentó neutralizar el conflicto pero alentó operaciones en off. Milei lo lleva al extremo, pero no lo inventa.

En este contexto, el uso del periodismo como enemigo interno funciona a varios niveles. Primero, ordena políticamente: permite identificar a los “leales” y a los “traidores”. Segundo, distrae: mientras se cuestionan las tapas de los diarios, se evita debatir sobre las cifras de pobreza o la crisis sanitaria. Y tercero, legitima el cierre de espacios institucionales de transparencia.

“La suspicacia perjudica al periodista, pero a la larga también perjudica al poder”, advierte Amado. La estrategia de confrontación permanente erosiona algo más que la relación con los medios: socava la legitimidad democrática. En regímenes de baja transparencia, el costo político de los errores o abusos se paga cuando ya es demasiado tarde. Y cuando los periodistas son sistemáticamente desacreditados, también lo son los datos que producen. Lo que sigue es el caos de las percepciones: cualquier fake news puede imponerse como verdad si no hay voces profesionales capaces de contrastarla.

El otro riesgo es el abandono del periodismo por parte de las propias audiencias. La confianza al periodismo de los sectores más pobres es cada vez menor”, subraya Amado. Y no es sólo por los ataques del poder: también influye la concentración de medios, la precarización laboral, la caída de medios locales y la desconexión con los problemas cotidianos. Cuando los periodistas parecen lejanos o funcionales, pierden legitimidad. Y cuando eso ocurre, el poder gana margen para imponer su relato sin contrapeso.

Amado propone mirar el escenario argentino desde una perspectiva más amplia: “Cuando analizamos a los hechos argentinos, lo hacemos desde el excepcionalismo. Hay que tener una visión global”. En otras palabras: lo que sucede aquí no es tan distinto de lo que ocurre en otras democracias en crisis, donde la desinformación crece al calor del descrédito de la prensa y la polarización se convierte en método de gobierno.

Lo preocupante es que en el ecosistema actual, el ataque al periodismo no es sólo una cuestión de formas: es una política de Estado. En nombre de la libertad, se restringe el derecho a la información. En nombre de la batalla cultural, se desprecia a los que preguntan. Y en nombre de la eficiencia, se evita rendir cuentas. La prensa no es infalible, pero sin ella, la democracia pierde oxígeno. Quien no lo entienda, puede ganar una elección. Pero difícilmente pueda gobernar.

por R.N.

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